miércoles, 5 de agosto de 2009

El último sapo....


Hace un tiempo mi esposo fue una de las tantas victimas de dengue que en nuestro país cada año hace estragos, de manera viral; pero circundando en epidemia.
Con el pobre muy afiebrado y casi sin control de su cuerpo, salimos del doctor inmediatamente al laboratorio clínico, pues las pruebas se requerían de emergencia para determinar el tratamiento a seguir. Durante la larga espera de nuestro número para pasar, mi esposo que en condiciones de salud normales ronca como oso, fue dejando caer su cuerpo sobre mi hombro, y aunque me preocupaba el que dirán de los demás pacientes, no podía competir con la ternura y tristeza que me despertaba su frágil estado.

Cuando después de pasar ya mas de 1 hora, los demás pacientes solidarios ante la fiebre y el malestar de mi esposo, me autorizaban a tomar el siguiente turno de la sala pues aunque faltaba mucho para el nuestro, no había nadie mas grave que el esperando, y fue cuando fui directo a la cajera a explicarle lo que estaba sucediendo y de lo urgente que eran esos resultados. Ella con vos grave y sin mirarme al rostro al menos, levanta los ojos y ve hacia los asientos, y me dice: ¿ese es su esposo, el que no ha parado de roncar?
Yo, solo observo compungida su encorvado cuerpo por el frío de la sala, y veo sus mejillas cada vez enrojecer más por las altas temperaturas, y entiendo que no es el momento adecuado para hacerle saber de su gran fuerza física, sobre las horas que dedica en casa a reparar las cosas solo para ahorrarnos el pago de un especialista, de como se decidió después de tantos años a romper el tabú y volver a estudiar para perfeccionar su trabajo. Sé que no era el momento propicio para explicarle de cómo salió de su natal Argentina con un sueño que se convirtió en su peor pesadilla, y que juntos después de mucho dolor y llanto, construimos un nuevo comienzo para todos. No sé como explicarle la curiosa contradicción de sus que haceres domésticos, pues es masajista, filósofo, mecánico, y gran amigo. La cajera jamás entendería que por no admitir que no sabía cocinar un día me encontró enferma y preparó la mejor sopa de plátanos, pan y carne que alguien haya inventado jamás. Yo lo comprendía por que sé que es sumamente orgulloso y era mejor crear una receta a aceptar que jamás había hecho una. No entendería de cuanto le extraño cuando apenas se va, y más aún cuando estamos enojados. Que los domingos que tiene libres se levanta a hacerme el café y llevármelo a la cama tratando de retribuir todo el esfuerzo cotidiano que deposito en nuestro hogar. Ella no sabe lo eufórica que estoy, sentada aquí, pensando que tengo tanto que perder; mi ancla, mi amor, y que solo pienso en la salud y en la enfermedad que debe unirnos y que nos mantiene atados. Pero lo único que pude decirle es: si, ese es mi esposo!.